Ayer se murió mi abuela María Teresa. Con noventa y cuatro años, fue protagonista de casi todo el siglo veinte venezolano. Nació cuando el país todavía chapoteaba en el siglo anterior, gracias a la dictadura de Gómez, y vivió el nacimiento de la gran esquizofrenia: el boom petrolero. Por una parte, venían los gringos cargados de una forma de vida nunca vista, construyendo oasis de casas cercadas, rodeadas de grama y con aire acondicionado; con neveras a kerosén, los carros enormes, los campos de golf y la piscina del club. Por otro lado, la invasión de gente que llegaba de todas partes del país a trabajar en los campos petroleros como obreros, como ayudantes, como enfermeros, señoras de limpieza, cocineros.
Mi abuela, por supuesto, formaba parte de ese segundo lote. La pionera, mi bisabuela, se fue a Lagunillas apenas oyó decir que las arepas las podía vender a locha y no a tres por puya, como las vendía en Betijoque. Cuando logró reunir lo suficiente se trajo a María Teresa al rancho para que la ayudara a trabajar, a tender arepas, a pilar el maíz, a dar de comer a todos esos obreros que les compraban el desayuno y el almuerzo, que hacían fila en la puerta de la casa, que era como un palafito, como solían ser las casas en Lagunillas.
María era una mujer rebelde, fuerte, citadina; eso de quedarse en un pueblo a vestir santos y suspirar por hombres que se iban y no volvían, no era con ella. Temprano se peleó con el cura de Betijoque por acusarla de pecadora, de atreverse a organizar los actos de la iglesia siendo hija natural. Su reacción fue renegar del cura, no de Dios. Siempre nos decía que ella no necesitaba curas para conversar con Dios, que Él estaba en todas partes.
Así que, lejos de echarse, se fue con Bisa a Lagunillas, y cuando encontró el primer amor de su vida, no dudó en irse con él, sin mucho trámite.
─Le dije a mamá que no me esperara ─me contó una vez, guiñándome el ojo─, no quería que se preocupara, que estuviera buscándome por ahí.
Ese hombre, el prefecto del pueblo, andino como ella, alto, blanco, con un mechón que le caía en la frente, que no aguantaba gomina, se la llevó con él hasta que lo trasladaron de ciudad. Entonces la mandó a Caracas y le puso una pensión en La Pastora. A María le daba pena decir que ella era la dueña, porque era muy joven ─diecisiete años─ y porque además no me iban a respetar, me contaba. Así que decía que la dueña era Bisa, Doña Angélica, y así se conoció esa primera casa, esa pensión que no me acuerdo muy bien donde quedaba, si era cerca de Mecedores o de la esquina de El Chorro.
Elvira, el personaje de Cabrujas en El día que me quieras, decía que uno quiere ver la historia y termina siempre por oírla. Pero María Teresa no, ella siempre fue el primer chicharrón de la historia. Seguramente está en todas las fotos que tienen una multitud de fondo: en la celebración de la muerte de Gómez, en la caída de Pérez Jiménez, en la concentración que pedía el voto femenino, en la que abucheó a Nixon cuando fue a Caracas, en la que dio la bienvenida a Fidel en el año 59 en El Silencio, en la que salió a protestar cuando tumbaron a Medina, y ese día de mayo de 1935, en la que salió a recibir allá en Cabimas, en medio del calor y la humedad, al cantante más grande de todos los tiempos, a Carlos Gardel.
Cada vez que recordaba ese concierto se le iluminaban los ojos. Nos decía que era el hombre más bello que había conocido: alto, el pelo negro, los ojos azules, el flux blanco y el sombrero de medio lado, y esa voz hermosa que cantaba y cantaba. Reunió para la entrada y no le importó gastarse ese realero de entonces e irse desde Lagunillas hasta Cabimas a verlo. “Eran como cincuenta bolos ─me decía, perdida en la inflación─, pero uno tiene que ver esas cosas y acordarse de que pasaron”.
María era capaz de describir el orden del concierto, primero Caminito, después El día que me quieras, luego Barrio (Melodía de Arrabal), y Volver aaaahh…volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo plateando mi sien…Cantaba y su cara resplandecía. De la mano de sus palabras, llegué a ver a Gardel cantando, cómo comenzó con el repertorio que llevaba preparado y cómo la gente le pedía más. Gardel asombrado, después de tanto viaje ─venía de Paris, de Buenos Aires, de Nueva York─ llegó a ese pueblo desconocido, donde el público le hacía coro en todas sus canciones y lo ovacionaba por diez minutos enteros.
Como Tieta, la de Jorge Amado, María Teresa coleccionaba recuerdos bellos que nos contaba en los viajes, en las reuniones familiares, y, sobre todo, haciendo las hallacas. Pudiera llenar varios caleidoscopios con retazos de sus historias, con esas anécdotas precisas, que tuvieron en su mejor momento el día y el año en el que ocurrieron, pero que poco a poco se fueron diluyendo los años y los tiempos, y ya no sabíamos si había sido cuando Medina o con Pérez Jiménez, si fue en la esquina de Carmelitas o más arriba, en Dos Pilitas.
En estas navidades seguramente no habrá hallacas, pero tendremos como siempre el regalo de su fuerza, ese ejemplo de mujer luchadora, emprendedora, independiente. Y recordaremos su mirada llena de luz como el sol de Lagunillas, y su voz ronca cantándonos yaaa vamos llegando a Pénjamo…, o quizá eso de…sentir que es un soplo la vida…
2 de diciembre 2010
Mi abuela, por supuesto, formaba parte de ese segundo lote. La pionera, mi bisabuela, se fue a Lagunillas apenas oyó decir que las arepas las podía vender a locha y no a tres por puya, como las vendía en Betijoque. Cuando logró reunir lo suficiente se trajo a María Teresa al rancho para que la ayudara a trabajar, a tender arepas, a pilar el maíz, a dar de comer a todos esos obreros que les compraban el desayuno y el almuerzo, que hacían fila en la puerta de la casa, que era como un palafito, como solían ser las casas en Lagunillas.
María era una mujer rebelde, fuerte, citadina; eso de quedarse en un pueblo a vestir santos y suspirar por hombres que se iban y no volvían, no era con ella. Temprano se peleó con el cura de Betijoque por acusarla de pecadora, de atreverse a organizar los actos de la iglesia siendo hija natural. Su reacción fue renegar del cura, no de Dios. Siempre nos decía que ella no necesitaba curas para conversar con Dios, que Él estaba en todas partes.
Así que, lejos de echarse, se fue con Bisa a Lagunillas, y cuando encontró el primer amor de su vida, no dudó en irse con él, sin mucho trámite.
─Le dije a mamá que no me esperara ─me contó una vez, guiñándome el ojo─, no quería que se preocupara, que estuviera buscándome por ahí.
Ese hombre, el prefecto del pueblo, andino como ella, alto, blanco, con un mechón que le caía en la frente, que no aguantaba gomina, se la llevó con él hasta que lo trasladaron de ciudad. Entonces la mandó a Caracas y le puso una pensión en La Pastora. A María le daba pena decir que ella era la dueña, porque era muy joven ─diecisiete años─ y porque además no me iban a respetar, me contaba. Así que decía que la dueña era Bisa, Doña Angélica, y así se conoció esa primera casa, esa pensión que no me acuerdo muy bien donde quedaba, si era cerca de Mecedores o de la esquina de El Chorro.
Elvira, el personaje de Cabrujas en El día que me quieras, decía que uno quiere ver la historia y termina siempre por oírla. Pero María Teresa no, ella siempre fue el primer chicharrón de la historia. Seguramente está en todas las fotos que tienen una multitud de fondo: en la celebración de la muerte de Gómez, en la caída de Pérez Jiménez, en la concentración que pedía el voto femenino, en la que abucheó a Nixon cuando fue a Caracas, en la que dio la bienvenida a Fidel en el año 59 en El Silencio, en la que salió a protestar cuando tumbaron a Medina, y ese día de mayo de 1935, en la que salió a recibir allá en Cabimas, en medio del calor y la humedad, al cantante más grande de todos los tiempos, a Carlos Gardel.
Cada vez que recordaba ese concierto se le iluminaban los ojos. Nos decía que era el hombre más bello que había conocido: alto, el pelo negro, los ojos azules, el flux blanco y el sombrero de medio lado, y esa voz hermosa que cantaba y cantaba. Reunió para la entrada y no le importó gastarse ese realero de entonces e irse desde Lagunillas hasta Cabimas a verlo. “Eran como cincuenta bolos ─me decía, perdida en la inflación─, pero uno tiene que ver esas cosas y acordarse de que pasaron”.
María era capaz de describir el orden del concierto, primero Caminito, después El día que me quieras, luego Barrio (Melodía de Arrabal), y Volver aaaahh…volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo plateando mi sien…Cantaba y su cara resplandecía. De la mano de sus palabras, llegué a ver a Gardel cantando, cómo comenzó con el repertorio que llevaba preparado y cómo la gente le pedía más. Gardel asombrado, después de tanto viaje ─venía de Paris, de Buenos Aires, de Nueva York─ llegó a ese pueblo desconocido, donde el público le hacía coro en todas sus canciones y lo ovacionaba por diez minutos enteros.
Como Tieta, la de Jorge Amado, María Teresa coleccionaba recuerdos bellos que nos contaba en los viajes, en las reuniones familiares, y, sobre todo, haciendo las hallacas. Pudiera llenar varios caleidoscopios con retazos de sus historias, con esas anécdotas precisas, que tuvieron en su mejor momento el día y el año en el que ocurrieron, pero que poco a poco se fueron diluyendo los años y los tiempos, y ya no sabíamos si había sido cuando Medina o con Pérez Jiménez, si fue en la esquina de Carmelitas o más arriba, en Dos Pilitas.
En estas navidades seguramente no habrá hallacas, pero tendremos como siempre el regalo de su fuerza, ese ejemplo de mujer luchadora, emprendedora, independiente. Y recordaremos su mirada llena de luz como el sol de Lagunillas, y su voz ronca cantándonos yaaa vamos llegando a Pénjamo…, o quizá eso de…sentir que es un soplo la vida…
2 de diciembre 2010