Esta
semana asistí a una marcha que ya es rutina en nuestro devenir como oposición:
la marcha del 23 de enero. Allí nos dimos cita los indoblegables: los que no
nos cansamos, los que no esperamos una resolución definitiva a la vuelta de la
esquina, pero que tampoco queremos ceder el espacio defendido por tantos años.
Haber
asistido me confrontó con lo que sucedió el año pasado, con los graves desacuerdos
que tengo con las decisiones que se tomaron y con la falta de claridad en el
diseño de nuevas estrategias.
Pero como
siempre, un año nuevo nos impone ver hacia el futuro y tratar de entender dónde
estuvieron los errores para enmendar el curso. Quizá lo que hay que hacer es algo
tan aparentemente sencillo como olvidarse de cuotas de poder, de pugnas y
pescueceos para tratar de aparecer en el G4, G21 o G33, mientras los problemas
del país nos explotan en la cara.
Quizá se
trata de volver a poner los pies sobre la tierra y acompañar a las personas en
sus necesidades, pero también mostrarles qué hay que hacer, cómo debemos
trabajar en conjunto para trazar un camino de cambio posible. Menos redes
sociales y más calle, diría yo.
Participar
en la marcha del 23 de enero me acercó una vez más a la gente, esa misma que como yo,
quiere que las cosas cambien y se resiste a pensar que todo está perdido. El
que la marcha de los indoblegables haya sido contundente nos dice que hay un
contingente que se puede organizar para ir más allá de los actos políticos, y lograr
también un cambio social.
Porque lo
inadecuado de las respuestas pasadas no invalida la pregunta, esa gran pregunta
que es hacia dónde vamos como país y cómo retomamos la senda del desarrollo.
Angélica
Alvaray
25 de
enero de 2017