A cien años del hundimiento del Titanic, la cantidad de material que ha
salido en la prensa llama a reflexionar sobre lo que ese suceso ha significado en
la historia de la humanidad. Cómo algo que se pensó invulnerable -en este caso
particular insumergible-, se hundió en el primer viaje. Se dice que el apuro
por terminar, la falta de materiales adecuados, las decisiones que pasaron por
encima del manejo apropiado de los riesgos -aunado a las altas mareas y a la
latitud demasiado al norte de la ruta-, todo se conjugó para que el buque
modelo, junto con mil quinientos de sus pasajeros, terminara sepultado en el
mar.
El paralelo para nosotros es
obvio. No solo con la persona que, como varias en la historia, se ha creído que
solo él es capaz de llevar el barco a puerto, que solo él tiene la verdad sobre
la mano, que solo él representa a su pueblo y es a la vez historia y futuro del
país. Es también un paralelo con nuestra sociedad que ha crecido con aires de Titanic -la Gran Venezuela, como se le
dijo en una época-, que ha construido infraestructura en dimensiones
calificadas en su momento como faraónicas: las refinerías en Amuay y Cardón,
todavía hoy entre las más grandes del mundo; el Complejo Industrial de Jose,
donde se iban a construir cinco o seis plantas de mejoramiento de crudo y la
petroquímica más grande; la magnificencia del Guri y en general del desarrollo
hidroeléctrico del río Caroní; la complejidad de Sidor o las dimensiones de
producción que iban a tener Bauxilum o Venalum, o cualquiera de las industrias
de Guayana.
Todo lo nuestro ha sido pensado
en dimensiones gigantescas. Todo eso hoy pareciera que se derrumba. Las empresas
se vienen a pique en nuestros ojos y los ingenieros a bordo son incapaces de salvarlas,
pues la turbulencia que los rodea, como el iceberg enorme ante el cual topó el
trasatlántico, las ha resquebrajado y se hunden entre huelgas, falta de
materiales, deudas impagables, errores humanos, ignorancia y corrupción. Mantenemos
una visión maniquea de lo que sucede a nuestro alrededor mientras nuestro Titanic particular se resquebraja frente
a la inseguridad, la mala gerencia, la dilapidación de recursos, aunado a la
soberbia de pensar que conmigo todo, sin mí, el abismo y el caos.
Nadie controla cuándo van a suceder
los terremotos, los tornados o las enfermedades. Solo controlamos lo que
hacemos cuando nos vemos frente a esas situaciones. Y sabemos que al hundirse el buque, la
cobardía sale a flote y es señalada, como fue señalado el dueño del barco
cuando se montó en uno de los botes salvavidas mientras mujeres, niños y gente
inocente se quedaba sin oportunidad de salvarse.
Afortunadamente en estos eventos
surge también lo mejor del ser humano, como lo fue la acción heroica de los
casi seiscientos ingenieros y tripulantes de la nave, que trabajaron
incesantemente para mantener las calderas prendidas y las bombas de achique y
la electricidad funcionando, para que pudieran salvarse el máximo de pasajeros.
A lo mejor nuestro país puede todavía
salvarse del iceberg que lo hiere de muerte, pero requiere que podamos aprender
de lo ocurrido para reconstruirlo sobre bases más reales, más sobrias. Requiere
que todos trabajemos en conjunto para sacarlo a flote.
21 de abril de 2012