I
No existen las colas. Es un error. La gente ve un
camión, espera a que estacione y luego lo rodea ordenadamente, con curiosidad
pero en silencio, como si estuviera rodeando un santo en una iglesia. La fila
que se hace no es una cola, es una línea para esperar la comunión, es la fila
para que te den regalos, las bendiciones.
La gente espera cuatro, cinco horas. Vuelve el chofer
del camión. Mira a un lado y al otro, camina entre la gente que murmura a su
paso. Como un sacerdote que atraviesa su rebaño hacia el púlpito, el chofer se
abre paso entre la muchedumbre y se monta en su altar particular. Se sienta,
cierra la puerta, baja la ventana. Solo en ese momento anuncia: no tengo nada
de mercancía, es un error, este es un camión de carga de materiales eléctricos
para construcción. No hay leche, ni pañales, ni nada de eso.
La gente se desconcierta. No puede ser, ¿cómo que no
hay nada? ¿Por qué se paró frente al Farmatodo? Varias personas se alejan cabizbajas,
otras siguen rodeando el camión, incrédulas. El chofer prende la máquina y
acelera dos veces, como advirtiendo su partida. Una señora toma a su niñito por
el brazo y lo hala hacia la otra acera, otros se agolpan y comienzan a golpear
los costados del camión. El chofer toca la bocina. Una, dos veces. La tercera vez
deja el sonido estridente pegado y la gente brinca hacia atrás, como si hubiera
recibido una descarga eléctrica. El camión arranca. Una nube de humo azul queda
en el aire.
No hay colas. No hay nada. Fue todo un error.
II
Tomo el carrito del mercado y siento como si me
recorre un escalofrío. Ya no me acuerdo qué vine a comprar. No importa. Comienzo
el recorrido por el anaquel que está en el extremo izquierdo, como siempre lo
hago, pero esta vez estoy alerta a lo que traen los otros. Oigo una especie de
grito-susurro colectivo: ¡Hay aceite! Nadie lo quiere decir muy duro, antes de
tener sus propias botellas en la mano. Tengo que apurarme. Siento como la
adrenalina me sube a la cabeza. Suelto el carrito en una esquina para ir
corriendo a donde están repartiendo el aceite. La cola es por el otro lado
señora. Hay pocas personas. Todavía no se ha regado la voz. Esta vez lo voy a
lograr.
Me dan seis litros. Me los llevo sin chistar, aunque
solo necesito dos, pues uno no sabe cuándo va a volver a conseguir aceite.
Busco apresurada mi carrito pero alguien se lo llevó. Un señor con otros seis
litros me mira y reconoce mi desesperación: ¿Este era el suyo? Me pregunta un
poco apenado. Sí, le digo, pero no importa. No, no, disculpe, y me lo devuelve.
Es que uno no sabe qué es lo que está haciendo. Sí, es verdad, uno se vuelve
como loco.
Yo ya no lo veo a él, no veo tampoco los anaqueles
vacíos. Me siento como una reina, abrazada a mis seis litros de aceite. Ya no
me acuerdo lo que vine a buscar. Eso se me olvidó. No existe. No importa.
III
Los anaqueles no están vacíos. Es un error de
comunicación. Una falacia. Están repletos de un solo producto. A veces es un
desmanchador de grasas que no sé si es para ropa o para la cocina. Compro uno
por si acaso. Limpiador de cristales, limpiador de cristales, limpiador de
cristales. Nos moriremos de hambre pero eso sí, tendremos las ventanas limpias,
podremos ver perfectamente el sol que se oculta o las colas que no existen, o
los cohetes con los que alguien tiene la voluntad de celebrar el año nuevo en
nombre del gobierno.
IV
Domingo en la tarde. Entramos a uno de esos
supermercados de clase media, al este de la ciudad. Tomamos un número y
esperamos con paciencia en la cola de la charcutería. De repente se escucha un
bululú: parece que llegó el jabón de lavar ropa. Seguimos haciendo nuestra
cola, no necesitamos jabón. Me asomo a la entrada y veo llegar varios
motorizados con sus parrilleros respectivos. Se bajan, hablan entre ellos y van
directo hacia la cola del jabón, como si estuvieran dateados. El alboroto
crece, se oyen gritos, golpes secos. El dueño llama a la policía, hay que poner
orden. Octavio me llama, ya llegó nuestro turno, me apresuro a comprar el queso
y el jamón de pavo, pendiente de lo que está pasando.
Llegan los policías, también en moto. Dos se apostan
en la salida y el tercero comienza a dar órdenes: la cola por aquí, una sola
fila, no se empujen. El dueño le dice algo al oído al policía. Este llama a la
calma y anuncia que no, no hay jabón. Fue un error. Mala información. Octavio y
yo seguimos paseando por los anaqueles, a ver si conseguimos pan. La gente se
empuja, los ánimos se caldean. Señores, no hay jabón, grita el policía. Uno de
los tipos que estaba en la cola se acerca y en un santiamén saca una pistola y
apunta al policía al cuello: cómo que no hay jabón, ¿tú eres m.? ¡Me le dices a
estos hijos de ##$$$ que saquen el jabón ya!
Rapidamente, una docena de malandros armados toman
control del supermercado, aún con los policías ahí. Octavio y yo vemos la
escena detrás de las verduras. A nadie le importaba ya si su número era el 23 o
el 37. Cálmate, chamo, no es pa‘tanto, implora el policía. Dile a estos
cabrones que saquen el jabón, repite el tipo. Los dueños se van a las bodegas,
custodiados por varios de los motorizados. Los otros recorren el mercado, fiscalizando
cada bolsa, buscando en los carritos de las personas, a ver quién tiene jabón,
o mejor dicho: ¿QUIEN TIENE JABON!!!!
El silencio se cierne en el supermercado, recorre cada
pasillo, se estrella en las paredes de los anaqueles vacíos. Nadie se atreve a
moverse. Tener jabón es, por primera vez, motivo de vida o muerte.
¡Qué hacemos aquí, Octavio!
Caracas, enero
de 2015
@aalvaray