Este año el día del ingeniero
pasó por debajo de la mesa. La junta directiva del Colegio de Ingenieros
celebró el día con la inauguración de una galería con fotos de los
ex-presidentes del CIV y un mensaje insulso, que pudiera ser el mensaje de
cualquier año, en cualquier sitio. Me pregunto si queda algún lugar donde se
reflexione sobre cuál debe ser el desarrollo del país, dónde continuar las
obras que se comenzaron el siglo pasado, las grandes represas, las fábricas,
las empresas de minería o de siderurgia, esas obras que fueron realizadas por
la ingeniería venezolana y que ahora están en grave peligro de extinción.
Sin ir muy lejos, el lunes 29 de
octubre el Ministerio del Poder Popular de Industrias “procedió a la ocupación
de los bienes muebles, inmuebles y bienhechurías que conforman las seis (6)
plantas industriales y los quince (15) centros de recolección de chatarra
propiedad de Siderúrgica del Turbio SIDETUR”, según reza en el comunicado de la
empresa. Es decir, expropiaron SIDETUR, o mejor dicho, terminaron de
expropiarla, pues el Decreto Expropiatorio tiene fecha del 2 de noviembre del
2010. ¿Y qué es SIDETUR?, se preguntarán algunos. ¿Y qué tiene eso de noticia?,
se preguntarán otros, acostumbrados como estamos ya a los desmanes de este
gobierno. Pues bien, el caso es que SIDETUR es la filial del Grupo SIVENSA
encargada de producir acero y productos laminados para la construcción. SIVENSA
es (o era, ya no sé cómo escribirlo) la empresa siderúrgica privada más grande
del país, la primera empresa que coló acero en Venezuela, una empresa que se
formó hace 64 años y hasta esta semana fue ejemplo de la capacidad de inversión
y creación de valor agregado en Venezuela.
Mi primer trabajo como ingeniero
fue en la industria siderúrgica. Me llamaron de SIDOR, a trabajar en su
departamento de ventas de exportación. No me importó que en lo personal no me
gustaran las ventas, ni que no sabía nada de la siderurgia y sus secretos
milenarios, solo tenía un entusiasmo sin límites, iba a trabajar en la empresa
más grande del sector y además tenía ese orgullo inculcado por mi padre –cuya
larga carrera como servidor publico nos enseñó la dicha y la honra de trabajar
para construir el bien común–, de ser empleada en una empresa pública. Todavía
entonces se veía a la empresa privada como un mal necesario –sentimiento que se
encargaban de subrayar en las universidades, no sé si hasta el sol de hoy–,
pero no puedo negar que al conocer a SIVENSA de cerca, nuestro competidor más
inmediato, sentí admiración por la excelencia de sus operaciones, por la
motivación de sus trabajadores y por la belleza (sí, belleza) de su
infraestructura.
El oficio del trabajador
siderúrgico ha sido por siglos un oficio duro, sucio, donde los obreros e
ingenieros se hunden bajo el polvo de hierro, los gritos se pierden en el
trueno de la chatarra que se derrite, los calores del horno imponen condiciones
extremas, difíciles. La gente que trabaja dentro de las acerías lo hace no solo
por necesidad, debe haber sin duda una verdadera vocación. Las coladas de acero
son un espectáculo magnífico: el horno es como una gran paila de acero
hirviendo; los obreros, chefs en trajes de amianto y gorros de metal, que echan
con palas los distintos ingredientes, gritan instrucciones y luego se apartan
para que la grúa venga a buscar la cuchara metálica y lleve la colada hasta los
moldes, donde se vierte cuidadosamente. El caudal de acero líquido emula al Caroní
en el parque Cachamay, un líquido incandescente que cae lleno de fuerza, listo
para transformarse en tochos de donde se forjarán los tubos, en palanquillas y planchones
que serán autos, cabillas, hojalata para envases, vigas, en fin todo esos
productos que conforman el entramado básico de un país.
En SIVENSA ese oficio parecía
otro: las plantas estaban limpias, los alrededores de las oficinas tenían unos
jardines extremadamente verdes, las personas parecían de buen humor. Pero lo
más impactante para mí, lo que más me llamó la atención fue la motivación del personal:
todos ellos se sentían que estaban trabajando para la mejor empresa, el
esfuerzo y la excelencia de cada uno en su trabajo era realmente admirable.
Desde el portero y la secretaria hasta cualquier ingeniero de planta, todos sabían
cuántas toneladas se habían producido, si el barco había atracado y si estaban
cumpliendo con los objetivos del mes. Nunca antes había visto un equipo de
trabajo integrado alrededor de objetivos de producción como lo vi en SIDETUR,
en FIOR y en Orinoco Iron, todas filiales de SIVENSA.
Al leer la nota de la junta
directiva de la empresa no solo me lleno de desánimo por una (otra más) empresa
que se cierra, sino que me pregunto qué pasa con los ingenieros. Me hace falta
la voz de los ingenieros en este país, una voz que siempre fue respetada por su
solidez técnica, por su mesura y por señalar los problemas y hacia dónde
estaban las soluciones. No todo es política, o politiquería. No todo son
elecciones y cargos. Hace falta también que hablen los técnicos, esa especie
cada vez más en extinción en nuestro país.
Este año en el que el día del
ingeniero pasó por debajo de la mesa, pasará también como el año en que el
gobierno dio otro golpe más a la ya herida industria nacional.
1 de noviembre de 2012