Quizá un día como hoy, hace
noventa años mi bisabuela se paró con una determinación. Esta vez sí lo haría,
se iría a trabajar a Lagunillas, podría dejarle las niñas a su amiga Matilde. Coló
el café, se sirvió en un pocillo y tomó un sorbo largo. Era mucho pensar,
muchos años de esperar por ese hombre que no regresó, que no escribió, del que
no supo más. “Todos los hombres son iguales -me decía muchos años después, con su voz
ronca y su acento andino-, si consigue uno la mitad de bueno que su papá, cásese,
que como él no hay”. Lo cierto es que esa mañana decidió que no quería seguir
esperando. Bajó la lata que escondía en el estante y contó los reales guardados.
Era suficiente para el pasaje y algo más. Matilde se encargaría de las niñas,
se repitió, como un mantra.
Mi bisabuela |
María Teresa no era de esas que
se quedaría a esperar a ningún enamorado, no señor. Se fue a vivir con el
prefecto, primero en Lagunillas y luego en la pensión que le montó en Caracas. Ella
era, desde que nació, una mujer determinada, dueña de su destino. Trabajaba en
la calle mientras su mamá se ocupaba de la pensión, aprendía de política y de
modas, iba a fiestas con sombrero y guantes y se mandaba a hacer los vestidos
con su amiga MaryCarmen, la catalana que llegó a Venezuela con su marido,
después de esa guerra tan triste, la de España. Aprendió a manejar y violaba
casi todas las reglas del tránsito en la ciudad, hasta que le quitaron el carro
a los ochenta años, bajo protesta, claro, porque ella tenía un Título de
manejar, que no se vencía!
Mamá fue, en cambio, la niña
mimada: no tenía que hacer nada en la cocina ni en la casa, para eso estaban
ellas, su mamá y su abuela. Gisela estudiaría y sería una profesional, una
verdadera mujer emancipada. Y así lo fue, profesora universitaria, militante
política, amante del arte y de la música clásica, directora de un colegio para
niños sordos y mamá de una camada de cuatro.
Doña Amelia |
Por otra parte, mi abuela
paterna, Doña Amelia, fue esposa y ama de casa desde los quince años. Se casó
con un hombre veinte años mayor que ella, viudo de su tía, y le crió los dos
hijos que eran sus primos, además de otros cinco que tuvo con él. Pronto quedó
sola como Penélope, al frente del pelotón de muchachos, porque a él –llanero de
Sabaneta, altanero como otros– lo metieron preso por haber matado a un hombre
que le había faltado el respeto. Lejos de ponerse a tejer cobijas, Doña Amelia se
arremangó el vestido aún más e hizo del cariño y del trabajo en equipo sus
banderas para salir adelante. Así, Amelita dejó los estudios a los doce años
para trabajar en un juzgado de Barinas y papá repartía los dulces y el pan de
horno cuando salía del liceo. Con el tiempo, la escasez de hombres hizo que esa
casa se llamara la casa de las Alvaray, pues tío José Luis se casó temprano y
papá se vino a Caracas a terminar el
bachillerato. Cuando mi abuelo volvió, como Ulises de su aventura, los papeles
estaban invertidos.
Todas estas historias coinciden
con más de un siglo de luchas por la emancipación de la mujer en el mundo. Han
habido cambios, quien lo duda, en lo personal, en las familias y en las
sociedades. Quedan, por supuesto, reductos importantes donde por razones
culturales, religiosas y hasta económicas, se mantienen prácticas de
sometimiento a la mujer que en nuestros países resultan impensables.
De manera que este día no es un
día para darle un besito a la mamá, o a la amiga, sino para reflexionar sobre
cuales son nuestros retos del futuro. Si las mujeres ya no somos integrantes de
segunda en la sociedad, debemos dejar de tener la voz de víctima y pasar a
tener un rol de mayor liderazgo, no solo en la lucha del poder, sino en el
señalamiento de nuevos caminos.
No se trata de tomar las
posiciones que tenía el hombre y desplazarlos, o de que aboguemos porque digan
compañero y compañera, o que terminemos siendo las súper-mujeres, que se cargan
con las cosas de la casa, del trabajo y de la familia, mientras afuera hay una
camada de hombres “solteros”, con hijos de fines de semana, que no consiguen (o
no buscan) el espacio para reintegrarse y ser útiles en la formación activa de
los hijos.
¿Qué cosas podemos plantearnos
como pareja para cambiar la forma de llevar el hogar? ¿Cómo podemos dirigir las
empresas de manera que todos -hombres y mujeres- seamos productivos y a la vez
ambos podamos atender a los hijos? ¿Qué cosas tenemos que revisarnos como
personas para darle realmente prioridad al trabajo en equipo? El día de la
mujer llama a una revisión integral de los roles, de los valores, de los
objetivos que perseguimos tanto los hombres como las mujeres.
Mi bisabuela se fue a Lagunillas porque
decidió en ese momento que ya no había tiempo para ser Penélope. Doña Amelia
nos mostró que la familia puede construirse con el trabajo de todos,
independientemente del género. Nos toca a nosotros tomar lo que nos sirva de
esas experiencias y buscar otras respuestas, que se parezcan a lo que vivimos
ahora, en nuestro siglo.
8 de marzo de 2012