Las palabras griegas, que nos han dado tantas raíces, nos prestan a kalós, bello; éidos, imagen; scopéo, observar; para formar el Kaleidoscopio que es cambio, imágenes dinámicas, diferentes, impresiones personales sobre el mundo.








viernes, 9 de marzo de 2012

Ya no hay tiempo para ser Penélope



Quizá un día como hoy, hace noventa años mi bisabuela se paró con una determinación. Esta vez sí lo haría, se iría a trabajar a Lagunillas, podría dejarle las niñas a su amiga Matilde. Coló el café, se sirvió en un pocillo y tomó un sorbo largo. Era mucho pensar, muchos años de esperar por ese hombre que no regresó, que no escribió, del que no supo más. “Todos los hombres son iguales  -me decía muchos años después, con su voz ronca y su acento andino-, si consigue uno la mitad de bueno que su papá, cásese, que como él no hay”. Lo cierto es que esa mañana decidió que no quería seguir esperando. Bajó la lata que escondía en el estante y contó los reales guardados. Era suficiente para el pasaje y algo más. Matilde se encargaría de las niñas, se repitió, como un mantra.
Mi bisabuela

María Teresa no era de esas que se quedaría a esperar a ningún enamorado, no señor. Se fue a vivir con el prefecto, primero en Lagunillas y luego en la pensión que le montó en Caracas. Ella era, desde que nació, una mujer determinada, dueña de su destino. Trabajaba en la calle mientras su mamá se ocupaba de la pensión, aprendía de política y de modas, iba a fiestas con sombrero y guantes y se mandaba a hacer los vestidos con su amiga MaryCarmen, la catalana que llegó a Venezuela con su marido, después de esa guerra tan triste, la de España. Aprendió a manejar y violaba casi todas las reglas del tránsito en la ciudad, hasta que le quitaron el carro a los ochenta años, bajo protesta, claro, porque ella tenía un Título de manejar, que no se vencía!

Mamá fue, en cambio, la niña mimada: no tenía que hacer nada en la cocina ni en la casa, para eso estaban ellas, su mamá y su abuela. Gisela estudiaría y sería una profesional, una verdadera mujer emancipada. Y así lo fue, profesora universitaria, militante política, amante del arte y de la música clásica, directora de un colegio para niños sordos y mamá de una camada de cuatro.

Doña Amelia
Por otra parte, mi abuela paterna, Doña Amelia, fue esposa y ama de casa desde los quince años. Se casó con un hombre veinte años mayor que ella, viudo de su tía, y le crió los dos hijos que eran sus primos, además de otros cinco que tuvo con él. Pronto quedó sola como Penélope, al frente del pelotón de muchachos, porque a él –llanero de Sabaneta, altanero como otros– lo metieron preso por haber matado a un hombre que le había faltado el respeto. Lejos de ponerse a tejer cobijas, Doña Amelia se arremangó el vestido aún más e hizo del cariño y del trabajo en equipo sus banderas para salir adelante. Así, Amelita dejó los estudios a los doce años para trabajar en un juzgado de Barinas y papá repartía los dulces y el pan de horno cuando salía del liceo. Con el tiempo, la escasez de hombres hizo que esa casa se llamara la casa de las Alvaray, pues tío José Luis se casó temprano y papá se vino a Caracas a  terminar el bachillerato. Cuando mi abuelo volvió, como Ulises de su aventura, los papeles estaban invertidos.

Todas estas historias coinciden con más de un siglo de luchas por la emancipación de la mujer en el mundo. Han habido cambios, quien lo duda, en lo personal, en las familias y en las sociedades. Quedan, por supuesto, reductos importantes donde por razones culturales, religiosas y hasta económicas, se mantienen prácticas de sometimiento a la mujer que en nuestros países resultan impensables.

De manera que este día no es un día para darle un besito a la mamá, o a la amiga, sino para reflexionar sobre cuales son nuestros retos del futuro. Si las mujeres ya no somos integrantes de segunda en la sociedad, debemos dejar de tener la voz de víctima y pasar a tener un rol de mayor liderazgo, no solo en la lucha del poder, sino en el señalamiento de nuevos caminos.

No se trata de tomar las posiciones que tenía el hombre y desplazarlos, o de que aboguemos porque digan compañero y compañera, o que terminemos siendo las súper-mujeres, que se cargan con las cosas de la casa, del trabajo y de la familia, mientras afuera hay una camada de hombres “solteros”, con hijos de fines de semana, que no consiguen (o no buscan) el espacio para reintegrarse y ser útiles en la formación activa de los hijos.

¿Qué cosas podemos plantearnos como pareja para cambiar la forma de llevar el hogar? ¿Cómo podemos dirigir las empresas de manera que todos -hombres y mujeres- seamos productivos y a la vez ambos podamos atender a los hijos? ¿Qué cosas tenemos que revisarnos como personas para darle realmente prioridad al trabajo en equipo? El día de la mujer llama a una revisión integral de los roles, de los valores, de los objetivos que perseguimos tanto los hombres como las mujeres.

Mi bisabuela se fue a Lagunillas porque decidió en ese momento que ya no había tiempo para ser Penélope. Doña Amelia nos mostró que la familia puede construirse con el trabajo de todos, independientemente del género. Nos toca a nosotros tomar lo que nos sirva de esas experiencias y buscar otras respuestas, que se parezcan a lo que vivimos ahora, en nuestro siglo.


8 de marzo de 2012

lunes, 5 de marzo de 2012

Obra de arte o realidad


En los días de carnaval tuve la oportunidad de visitar uno de los museos más importantes a nivel internacional: el Museum of Modern Art, en Nueva York. Ahí vi una escultura que me llamó poderosamente la atención. Pensé, por lo que representaba, que la había hecho un venezolano. Era como la parte delantera de un carro chocado, de esos que el seguro da como pérdida total: el capó doblado, el chasis retorcido, la rejilla como una lengua afuera. Lo que más me llamó la atención es que estaba pintada con los colores de la bandera, en el exacto orden amarillo azul y rojo que aprendimos desde niños. Donde van las estrellas estaba clavado el parachoques plateado, reluciente como una espada.

Nunca una obra de arte me pareció tan alegórica. Es como si el artista hubiera entendido nuestro entorno, nuestra rutina diaria. Me imaginé cada golpe como los que recibimos cada vez que abrimos el periódico: la contaminación del río Guarapiche en Monagas, las miles de toneladas de alimentos que otra vez se pudren en Puerto Cabello, la merma en la producción de la mayoría de las empresas del Estado.

Nuestra retahíla de problemas nos deja en el alma una huella como la que dejan los golpes: la piel hinchada, morada, dolor interno. No hay un solo titular que tenga algo positivo, ni en la prensa ni en nuestro día a día: que el metro se paró en Caño Amarillo y la gente no va a llegar a tiempo al trabajo, que los obreros de una empresa en Guayana tienen ya mas de tres semanas encadenados en las puertas reclamando sus prestaciones, que le dieron un tiro en la cabeza a un cantante, o que mataron a alguien conocido.

Caminamos por las calles, vemos un hueco y nos preguntamos si será tan difícil mantener el asfalto medianamente nivelado, buscamos un medicamento con la certeza que vamos recorrer al menos cuatro o cinco farmacias antes de conseguirlo, hacemos el mercado pensando de antemano dónde encontrar lo que no esté en los anaqueles. Buscamos la solución del problema del día mientras hacemos mentalmente el ejercicio de compararlo con un estándar interno de lo que debería ser, o mejor aún, lo que pudiera ser.

Por eso esa imagen de país chocado me impactó tanto. La escultura en cuestión no la hizo un venezolano, pero representa tan perfectamente lo que vivimos, que sentí la necesidad de describirla, de compartirla. Porque al ver a mi alrededor me pregunto si el país todavía puede salvarse, o si ya pasamos a pérdida total.

En cualquier caso, para levantar al país, vamos a tener que hacer mucho más que latonería y pintura. Vamos a tener que sacarle golpes a las instituciones, enderezar procedimientos, comprar equipos nuevos, reconstruir lo que sea posible, entrenar a la gente. Y hay que estar preparados.

Caracas, 2 de marzo de 2012