Tuve este verano
la visita de un poeta madrileño, que quiso pasear por la catarata más alta del
mundo, esa que cae desde las nubes, me dijo. La vio una vez cuando era niño, en
un programa de TV española, donde un fulano que hacía documentales en los años
sesenta presentó la selva venezolana en blanco y negro: el río Orinoco, el
Caroní, el Carrao, y unas tomas breves del salto más alto de la Tierra. Al niño
poeta se le quedaron grabados los montes y las canoas y las cascadas de agua,
hasta que se hizo viejo y pudo venir a verlos con sus ojos cansados.
Todavía hoy, en
esta era de globalización, cuesta lo suyo llegar al salto Ángel, no solo en
dinero -que ya es algo, dependiendo del campamento que vayas a llegar y del
tamaño del grupo-, sino las horas de recorrido en avión, en avioneta, las
cuatro horas en curiara y la travesía de
la montaña hasta llegar al pie de la cascada.
Ir a Canaima y
al Salto Ángel es una experiencia inenarrable. Al remontar el río Carrao, la
canoa va rompiendo el espejo de agua oscura, casi negra, dejando una estela que
apenas distorsiona el reflejo del Auyantepuy; se siente el silencio de la
selva, rasgado por el ruido monótono del motor que avanza, que corta el camino;
el río corre y trata de pararte, los tepuyes de lado y lado te acompañan, te
miran con múltiples ojos; de repente un tucán atraviesa el cielo para avisar a
los otros pájaros que vamos en serio, selva adentro.
Luego viene el
ascenso, una hora a pie por la selva frondosa, piedras resbaladizas, una
humedad que aplasta. Llegar es un triunfo, un premio a la fuerza personal de
cada uno: hay quienes hacen el camino casi sin darse cuenta, como quien va a la
esquina, otros logramos la meta por terquedad y voluntad, porque esta nieta de María
Teresa no se iba a quedar a mitad de camino. Pero el esfuerzo se olvida en un
segundo. El salto es atemporal, eterno, sobrecogedor. Uno puede quedarse cinco
minutos o cinco horas contemplando la caída del agua, escuchando su fuerza,
bebiendo su belleza.
Regresé contenta.
Inmune a las cadenas, al deterioro, a las pequeñas amarguras diarias. Segura de
que hay un camino.
Caracas, 20 de
agosto de 2012