Las palabras griegas, que nos han dado tantas raíces, nos prestan a kalós, bello; éidos, imagen; scopéo, observar; para formar el Kaleidoscopio que es cambio, imágenes dinámicas, diferentes, impresiones personales sobre el mundo.








lunes, 20 de agosto de 2012

Vacaciones en Venezuela


Tuve este verano la visita de un poeta madrileño, que quiso pasear por la catarata más alta del mundo, esa que cae desde las nubes, me dijo. La vio una vez cuando era niño, en un programa de TV española, donde un fulano que hacía documentales en los años sesenta presentó la selva venezolana en blanco y negro: el río Orinoco, el Caroní, el Carrao, y unas tomas breves del salto más alto de la Tierra. Al niño poeta se le quedaron grabados los montes y las canoas y las cascadas de agua, hasta que se hizo viejo y pudo venir a verlos con sus ojos cansados.

Todavía hoy, en esta era de globalización, cuesta lo suyo llegar al salto Ángel, no solo en dinero -que ya es algo, dependiendo del campamento que vayas a llegar y del tamaño del grupo-, sino las horas de recorrido en avión, en avioneta, las cuatro horas en curiara  y la travesía de la montaña hasta llegar al pie de la cascada.

Ir a Canaima y al Salto Ángel es una experiencia inenarrable. Al remontar el río Carrao, la canoa va rompiendo el espejo de agua oscura, casi negra, dejando una estela que apenas distorsiona el reflejo del Auyantepuy; se siente el silencio de la selva, rasgado por el ruido monótono del motor que avanza, que corta el camino; el río corre y trata de pararte, los tepuyes de lado y lado te acompañan, te miran con múltiples ojos; de repente un tucán atraviesa el cielo para avisar a los otros pájaros que vamos en serio, selva adentro.

Luego viene el ascenso, una hora a pie por la selva frondosa, piedras resbaladizas, una humedad que aplasta. Llegar es un triunfo, un premio a la fuerza personal de cada uno: hay quienes hacen el camino casi sin darse cuenta, como quien va a la esquina, otros logramos la meta por terquedad y voluntad, porque esta nieta de María Teresa no se iba a quedar a mitad de camino. Pero el esfuerzo se olvida en un segundo. El salto es atemporal, eterno, sobrecogedor. Uno puede quedarse cinco minutos o cinco horas contemplando la caída del agua, escuchando su fuerza, bebiendo su belleza.

Regresé contenta. Inmune a las cadenas, al deterioro, a las pequeñas amarguras diarias. Segura de que hay un camino.


Caracas, 20 de agosto de 2012