Llegué de viaje
y no sé por dónde empezar a escribir. No es que no haya temas, todo lo
contrario, los temas sobran. Quizá es justamente eso, hay demasiados temas, se
juntan unos sobre los otros: la nueva ley del trabajo; los presos de La Planta
y el desgobierno general en las cárceles; la escasez de remedios, o de
repuestos, o de algunos alimentos que se turnan para desaparecer de los
anaqueles; la ausencia del presidente, o su presencia casi sin palabras, que
tiene a la gente desconcertada, acostumbrados como estamos a sus largas
peroratas diarias; las denuncias de Aponte Aponte y del otro magistrado; la
guerra de encuestas que se hace incomprensible y la falta de ubicación de
algunas personalidades que descalifican al candidato de la unidad; las lluvias
y el mini-tornado que sacudió parte de Caracas; la inseguridad que sigue
sacudiendo a todo el país; en fin, temas infinitos, o los mismos refrescados,
con caras maquilladas para que parezcan otros, pero que al final los
reconocemos en su esencia triste: la inseguridad, la corrupción, el desgobierno.
Como un niño que
juega con la comida pero que en el fondo no tiene hambre y lo que está pensando
es en el chocolate que está escondido en la gaveta de su mamá, aquí estoy yo
tratando de escribir un artículo sobre lo que pasa en mi país y me voy hacia el
mundo literario, al libro que me leí la semana pasada: El Castillo Blanco, un hermoso libro de Orham Pamuk, que parece un
cuento sacado de Las mil y una noches.
Esta es la historia de un científico italiano del siglo XVII a quien ponen
preso unos piratas turcos y lo venden como esclavo en Estambul. Al principio,
el italiano solo tiene nostalgia de su tierra y piensa todo el tiempo en
regresar. Luego, a lo largo de los años que pasa como esclavo, va perdiendo la
voluntad de ser y cede la responsabilidad de su vida a su amo, a cambio de una
tranquilidad que huele más bien a resignación, a peor es la muerte, o peor
estaría con otro dueño, con la consabida desesperanza.
Ese aire denso y
pegajoso de la incertidumbre y la desesperanza es el que respiro en este
momento en la ciudad. Como si nos hubiéramos acostumbrado como sociedad a tener
un amo que se nos ha impuesto y ha esclavizado parte de nuestras vidas: basta
que él diga qué es lo que quiere hacer y unos obedecen, otros caen en la
desesperanza y a otros los domina la angustia de la incertidumbre. Como el
esclavo del cuento, pareciera que nos resignamos a la pérdida de nuestra
calidad de vida y a un futuro que no tiene sueños, donde no hay cambio posible.
En la historia
de Pamuk, amo y esclavo tienen una meta, un sueño: la toma del castillo blanco. Hacia eso se mueven con sus conocimientos, cada uno pensando en sus propios
beneficios. Allí, en el castillo blanco, el esclavo toma el puesto de su amo y
vuelve a sentir los privilegios de la libertad, esta vez con la sabiduría de
quien ha estado años viviendo otra vida.
La toma de
nuestro castillo requiere que dejemos de ver al futuro por el retrovisor. Hay
que comenzar a recoger las cenizas, los escombros, las cosas buenas que puedan
haber, y salir a buscar ese futuro diferente con urgencia, con la concurrencia
de todos. Necesitamos que los candidatos que nombramos en esa magníficas
elecciones primarias comiencen a patear la calle con la misma intensidad que lo
hace el candidato a presidente; que esa fuerza descomunal, esa presencia en
todos los rincones del país, se desate con el ímpetu que sabemos que tiene.
No sé si los que
miramos hacia delante seamos mayoría o no. A lo mejor la danza de las encuestas
fluctúa tanto porque la gente todavía no saber qué hacer ante tanta promesa y
tantos reales asomados en la calle. Pero tenemos que sacudirnos los espejismos
y caminar hacia nuestro castillo blanco con la seguridad que solo el cambio nos
puede traer un futuro mejor.
Caracas, 25 de
mayo 2012