Una
cosa es leer la prensa el lunes y enterarse de cuantos muertos hubo este fin de
semana (aunque ahora no publican las estadísticas, pues son los números los que
generan la violencia), y otra muy distinta es llegar a la oficina y enterarse
de que la noche anterior mataron al motorizado de la empresa en su casa, frente
a su esposa.
¿Qué
pasa en este país, a quién se le ocurre entrar a asaltar una casa en La
Pastora, pobre robando a pobre? ¿Qué le podían quitar, si ya ni moto
tenía? Las primeras reacciones inconscientes
son las de siempre: buscar alguna razón por la que lo mataron. Algo habrá
hecho, se dice uno a sí mismo, tratando de explicar lo inexplicable. Porque en
el orden de la vida, ese orden que aprendimos de nuestros padres y de nuestros
abuelos, las cosas sucedían por algo. A fulano lo pusieron preso porque mató a
un individuo, independientemente si tuvo razón o no, eso solo atenuaba la
sentencia o matizaba la culpa, pero el hecho en sí estaba ahí.
Pero
las cosas ya no funcionan así. Hoy en día los malandros no tienen paz con la
miseria, como diría mi bisabuela. Matar es cómo jugar un video-juego: no
importan razones, los que matan están como anestesiados, como si no sintieran
ni el ruido de las balas, ni el grito de la víctima, o el de los que la rodean.
Es más fácil salir a robar un domingo en la noche que buscar trabajo el lunes
en la mañana, sobre todo si lo que prevalece es una total impunidad.
Sobre
mi escritorio todavía está una figurita de esas que se entregan como recuerdo
en una fiesta: una novia sujeta sus flores, mirando tiesa y arrobadoramente a
un apuesto novio en traje de etiqueta. La tarjetica en forma de corazón decía
algo así como “María y yo nos casamos el once de febrero, regalos en dinero bienvenidos”.
No era su primer matrimonio, tenía un hijo ya grande, pero se le veía feliz,
diferente. No era el tipo amargado de años anteriores, cuando militaba en la
revolución bonita e iba todos los días a coger línea a la casa del líder de la
cuadra, para llegar a la oficina con cara de guerra.
Una
vez nos contó la verdadera historia del terremoto de Japón: en medio de la
consternación internacional por el tsunami y el terremoto, por el crack de la
planta de Fukushima, se le ocurrió decirnos que eso había pasado por obra de
los Estados Unidos.
–Sra.
Angélica, esa es la purita verdad, los Estados Unidos tienen un laboratorio y
hacen que eso ocurra.
–¿Quién
te dijo eso?
–Un
compañero del partido.
–Pero
si fuese así, ¿por qué lo van a hacer contra Japón, que es su aliado? ¿Por qué
no lo hacen contra Cuba, o contra China?
–Para
no levantar sospechas, estaban probando la cosa…
Él realmente
creía esas explicaciones, como creyó en lo bien que iban a estar cuando derrotaran
a la burguesía, como creyó con fe inamovible en su presidente, que era “el
único que quería a los pobres”.
Pero
murió el comandante y las cosas comenzaron a desinflarse: las explicaciones
tomaron el color oscuro de la realidad, de la violencia, de la inflación y de
la escasez; darse cuenta de que los malos no son tan malos y los buenos no son
tan buenos quizá fue su último pecado. A lo mejor tuvo una discusión con algún
matón del barrio, alguna desavenencia, quizá perdió la protección de alguien, y
cuando entraron en su casa a asaltarlo no pudo creer que eso le estuviera
pasando a él, se paró del sofá donde veía la televisión abrazado a su nueva
esposa y fue a la cocina a reclamar. La esposa alcanzó a oír el disparo y los
gritos de los malandros que salieron corriendo. Quizá ella los reconoció, pero
prefiere decir que no vio nada, pues tiene que seguir viviendo en esa calle,
entre esos mismos tipos.
Hoy,
uno de esos muertos de fin de semana se dibuja en un nombre y una cara
conocida, que saludaba con respeto, con cariño. Me pregunto una vez más dónde
quedó esa ciudad, ese país que llevo en el corazón y que no encuentro en
ninguna parte…
@aalvaray
17
de octubre de 2013