Las palabras griegas, que nos han dado tantas raíces, nos prestan a kalós, bello; éidos, imagen; scopéo, observar; para formar el Kaleidoscopio que es cambio, imágenes dinámicas, diferentes, impresiones personales sobre el mundo.








miércoles, 26 de junio de 2013

A mi Tío Iván


Mi tío Iván era un tipo gordo y buenmozo que….no, a él no le hubiera gustado que empezara así, un momentico, me diría con un carraspeo y una mirada pícara, nada de gordo... después de reírnos yo volvería a comenzar:

Mi tío Iván era un tipo buenmozo y simpático, que vivía en el cuarto de atrás de la casa de La Pastora. Fumaba y leía tumbado en el catre, acostado boca abajo, lo que a mi siempre me pareció muy incómodo, sobre todo cuando estaba gordo y la barriga lo alzaba –pero quedamos que no hablaríamos de su gordura inexistente–, leía acostado boca abajo, sosteniendo el libro con una mano para que no se le cerrara y el cigarrillo en la otra. Yo vivía pendiente de las colillas que lanzaba por la ventana hacia el patio, todavía prendidas, y las recogía a ver si aprendía a fumar como él algún día, sosteniendo el cabo del cigarrillo con el pulgar y el dedo medio, mientras aspiraba solo hasta la garganta, para que no se dañaran los pulmones, y dejaba el índice suelto para esparcir las cenizas con elegancia.

Mi tío Iván dirigía un coro de niños especiales, en una escuela a la que me llevaba a cantar la canción de la palomita blanca que se escapó, o la de Manuel que se va, se va en la barca. Él decía que esos niños fueron las únicas personas que se dieron cuenta que él tocaba el piano solo con tres dedos –los mismos tres dedos que usaba para fumar–, tecleaba de oído acordes sencillos para dar el tono o para acompañarnos con su vozarrón espectacular, que tapaba cualquier defecto del piano, del cuatro, del coro desafinado donde cantábamos siguiendo su mano abierta, mientras su dedo índice, aplastado por una puerta de un carro o por una piedra –nunca supe bien–, señalaba las entradas de cada una de las voces.

Mi tío Iván tenía muchos amigos en la cuadra, que llegaban juntos el día de las hallacas y Bisa se ponía nerviosa, pues con tanta gente no vamos a terminar nunca, aunque él era de las pocas personas que la hacía reír, la alzaba en peso y le daba vuelta, le enseñaba a cantar y le preguntaba cómo le había parecido tal o cual alumna, porque él llevaba a sus alumnos a la casa a darle clases de canto, y poco a poco Bisa aprendió a distinguir quién cantaba mejor y quién no tenía chance; ella misma aprendió a respirar y a impostar la voz para llamarnos a la mesa, pero tío Iván la interrumpía: “Abuela, no es así, mire –tomaba aire y soltaba el vozarrón–.  ¡A COMEEEER!.

Mi tío Iván volvió de París un día con el pelo largo y una barba negra en forma de candado, para la alegría de María Teresa y de Bisa, de papá y sobre todo de mamá, su hermana del alma, que nos inculcó un amor ciego por su hermano ausente, a quien saludábamos en cada avión que sobrevolaba la casa de La Pastora, en un ¡Adiós Tío Iván! que duró muchos años, mientras él estudiaba canto y recorría la Europa de los años sesenta. A lo mejor vivía en algún cuartucho de París, de esos que huelen a ajo y a cigarrillo negro, con una botella de brandy o de vin de table para pasar el frío, se reuniría en algún café con los artistas de esa época, haría piruetas para colearse a la ópera, se ganaría la vida haciendo de todo un poco, jugando a ser feliz.

Porque así era mi tío Iván, un artista, un intelectual, un bohemio, un don Juan, digo, un don Iván, Iván el terrible. Bisa lo dejaba encerrado en interiores para que no se escapara de la casa, pero igual trepaba la pared, saltaba al patio de al lado y se iba al cine a ver la última película de Pedro Infante, escurriéndose detrás de las señoras culonas que entraban parloteando, y aprendió a cantar y a ser el galán de la historia, a llevarle serenatas y chistes a las muchachas de la cuadra. De regreso se montaba en el guardafango del autobús San Ruperto para subir la cuesta de Torrero sin que el chofer se diera cuenta, o a lo mejor se daba cuenta pero se hacía el loco, y llegaba a la casa como si no hubiera pasado nada.
María Teresa y sus cuatro hijos: Gisela, Fucho, Leo e Iván

Era un espíritu libre con un humor maravilloso, le gustaba la buena comida, pero también la música y la pintura, la poesía y los libros de todo tipo, que comía uno tras otro, hasta que subía de peso. Entonces se ponía una chaqueta negra de cuero encima a pesar del calor, para disimular su gordura y parecer siempre apuesto. Era experto en dietas y ejercicios, coleccionaba pantalones de todas las tallas, discutía con María Teresa sobre la mejor manera de rebajar mientras abría una arepa recién hecha, le metía el tenedor lleno de mantequilla y queso, y se la comía como un pasapalo, todavía humeante. Bisa los veía discutir y comer, y decía que no tenían remedio, que para rebajar había que cerrar el pico, pero ellos no hacían caso.

Cuando uno estaba con Tío Iván siempre se estaba riendo, él veía las cosas con otros ojos, convertía la desgracia y la adversidad en cosas risibles y pasajeras. Trató de ser cantante en una época en Venezuela donde los músicos se morían de hambre, ejercía el periodismo detrás de bambalinas porque nunca terminó la tesis, no le importaban los títulos, ni las relaciones formales, ni el qué dirán de las conveniencias sociales; eso sí, no hacía concesiones con el arte, la perfección era la meta, la belleza, el nirvana. Buscarse la vida era siempre la distracción del momento, era parte de la gracia, escribir novelas o programas de radio, vender enciclopedias un día y actuar en un papel de tercera otro. Ir a un concierto de Gaspar era su mayor orgullo, su hijo que cosechaba por él los éxitos que siempre soñó; verlo cantar en el Carnegie Hall y aplaudirlo a pesar del frio de Nueva York fue quizá una de sus alegrías más grandes, sin contar por supuesto, a su Federica, que le llenaba los cuentos de todos los días…

Mi bello tío Iván cantaba O Sole mio acompañado al piano por una niña de ocho años, que trataba de seguirlo a pesar de que los dedos se le engarrotaban y se le perdían las notas, pero eso no importaba cuando arrancaba a cantar en italiano y no había nada más hermoso que la música: Che bella cosa e' na jurnata'e'sole/ n'aria serena doppo na tempesta… http://www.youtube.com/watch?v=CYHdG0LkQuU (O Sole Mio O sole mio, interpretada por Pavarotti, aunque mi tío Iván siempre la cantó mejor).


Mi abuela Amelia decía que la madrugada es la hora precisa para irse, y mi tío Iván se fue así, de repente, una madrugada inesperada, sin avisar ni pedir permiso. Nos dejó el recuerdo de su risa, de sus chistes, su locura, su alegría de vivir y unas ganas enormes de seguir teniéndolo cerca…
 


La Gucha

Nueva York, mayo de 2013


Nota final: Sofía nos contó que su tío abuelo, cada vez que llegaba a la casa, le decía en el oído: “Óyeme bien, Sofía, yo no soy Iván, soy Superman, pero no se lo digas a nadie, OK?”.