Mi tío
Iván era un tipo gordo y buenmozo que….no, a él no le hubiera gustado que
empezara así, un momentico, me diría con un carraspeo y una mirada pícara, nada
de gordo... después de reírnos yo volvería a comenzar:
Mi tío
Iván era un tipo buenmozo y simpático, que vivía en el cuarto de atrás de la
casa de La Pastora. Fumaba y leía tumbado en el catre, acostado boca abajo, lo
que a mi siempre me pareció muy incómodo, sobre todo cuando estaba gordo y la
barriga lo alzaba –pero quedamos que no hablaríamos de su gordura inexistente–,
leía acostado boca abajo, sosteniendo el libro con una mano para que no se le
cerrara y el cigarrillo en la otra. Yo vivía pendiente de las colillas que
lanzaba por la ventana hacia el patio, todavía prendidas, y las recogía a ver
si aprendía a fumar como él algún día, sosteniendo el cabo del cigarrillo con
el pulgar y el dedo medio, mientras aspiraba solo hasta la garganta, para que
no se dañaran los pulmones, y dejaba el índice suelto para esparcir las cenizas
con elegancia.
Mi tío
Iván dirigía un coro de niños especiales, en una escuela a la que me llevaba a cantar
la canción de la palomita blanca que se escapó, o la de Manuel que se va, se va
en la barca. Él decía que esos niños fueron las únicas personas que se dieron
cuenta que él tocaba el piano solo con tres dedos –los mismos tres dedos que
usaba para fumar–, tecleaba de oído acordes sencillos para dar el tono o para acompañarnos
con su vozarrón espectacular, que tapaba cualquier defecto del piano, del
cuatro, del coro desafinado donde cantábamos siguiendo su mano abierta, mientras
su dedo índice, aplastado por una puerta de un carro o por una piedra –nunca
supe bien–, señalaba las entradas de cada una de las voces.
Mi tío
Iván tenía muchos amigos en la cuadra, que llegaban juntos el día de las
hallacas y Bisa se ponía nerviosa, pues con tanta gente no vamos a terminar
nunca, aunque él era de las pocas personas que la hacía reír, la alzaba en peso
y le daba vuelta, le enseñaba a cantar y le preguntaba cómo le había parecido
tal o cual alumna, porque él llevaba a sus alumnos a la casa a darle clases de
canto, y poco a poco Bisa aprendió a distinguir quién cantaba mejor y quién no
tenía chance; ella misma aprendió a respirar y a impostar la voz para llamarnos
a la mesa, pero tío Iván la interrumpía: “Abuela, no es así, mire –tomaba aire
y soltaba el vozarrón–. ¡A COMEEEER!.
Mi tío
Iván volvió de París un día con el pelo largo y una barba negra en forma de
candado, para la alegría de María Teresa y de Bisa, de papá y sobre todo de
mamá, su hermana del alma, que nos inculcó un amor ciego por su hermano ausente,
a quien saludábamos en cada avión que sobrevolaba la casa de La Pastora, en un ¡Adiós
Tío Iván! que duró muchos años, mientras él estudiaba canto y recorría la
Europa de los años sesenta. A lo mejor vivía en algún cuartucho de París, de
esos que huelen a ajo y a cigarrillo negro, con una botella de brandy o de vin de table para pasar el frío, se
reuniría en algún café con los artistas de esa época, haría piruetas para
colearse a la ópera, se ganaría la vida haciendo de todo un poco, jugando a ser
feliz.
Porque
así era mi tío Iván, un artista, un intelectual, un bohemio, un don Juan, digo,
un don Iván, Iván el terrible. Bisa lo dejaba encerrado en interiores para que
no se escapara de la casa, pero igual trepaba la pared, saltaba al patio de al
lado y se iba al cine a ver la última película de Pedro Infante, escurriéndose
detrás de las señoras culonas que entraban parloteando, y aprendió a cantar y a
ser el galán de la historia, a llevarle serenatas y chistes a las muchachas de
la cuadra. De regreso se montaba en el guardafango del autobús San Ruperto para
subir la cuesta de Torrero sin que el chofer se diera cuenta, o a lo mejor se
daba cuenta pero se hacía el loco, y llegaba a la casa como si no hubiera
pasado nada.
María Teresa y sus cuatro hijos: Gisela, Fucho, Leo e Iván |
Era un
espíritu libre con un humor maravilloso, le gustaba la buena comida,
pero también la música y la pintura, la poesía y los libros de todo tipo, que
comía uno tras otro, hasta que subía de peso. Entonces se ponía una chaqueta
negra de cuero encima a pesar del calor, para disimular su gordura y parecer
siempre apuesto. Era experto en dietas y ejercicios, coleccionaba pantalones de
todas las tallas, discutía con María Teresa sobre la mejor manera de rebajar mientras
abría una arepa recién hecha, le metía el tenedor lleno de mantequilla y queso,
y se la comía como un pasapalo, todavía humeante. Bisa los veía discutir y
comer, y decía que no tenían remedio, que para rebajar había que cerrar el
pico, pero ellos no hacían caso.
Cuando
uno estaba con Tío Iván siempre se estaba riendo, él veía las cosas con otros
ojos, convertía la desgracia y la adversidad en cosas risibles y pasajeras. Trató
de ser cantante en una época en Venezuela donde los músicos se morían de hambre,
ejercía el periodismo detrás de bambalinas porque nunca terminó la tesis, no le
importaban los títulos, ni las relaciones formales, ni el qué dirán de las
conveniencias sociales; eso sí, no hacía concesiones con el arte, la perfección
era la meta, la belleza, el nirvana. Buscarse la vida era siempre la
distracción del momento, era parte de la gracia, escribir novelas o programas
de radio, vender enciclopedias un día y actuar en un papel de tercera otro. Ir
a un concierto de Gaspar era su mayor orgullo, su hijo que cosechaba por él los
éxitos que siempre soñó; verlo cantar en el Carnegie Hall y aplaudirlo a pesar
del frio de Nueva York fue quizá una de sus alegrías más grandes, sin contar por
supuesto, a su Federica, que le llenaba los cuentos de todos los días…
Mi
bello tío Iván cantaba O Sole mio acompañado
al piano por una niña de ocho años, que trataba de seguirlo a pesar de que
los dedos se le engarrotaban y se le perdían las notas, pero eso no importaba
cuando arrancaba a cantar en italiano y no había nada más hermoso que la
música: Che bella cosa e' na
jurnata'e'sole/ n'aria serena doppo na tempesta… http://www.youtube.com/watch?v=CYHdG0LkQuU
(O Sole Mio O sole mio, interpretada por
Pavarotti, aunque mi tío Iván siempre la cantó mejor).
Mi
abuela Amelia decía que la madrugada es la hora precisa para irse, y mi tío
Iván se fue así, de repente, una madrugada inesperada, sin avisar ni pedir
permiso. Nos dejó el recuerdo de su risa, de sus chistes, su locura, su
alegría de vivir y unas ganas enormes de seguir teniéndolo cerca…
La
Gucha
Nueva
York, mayo de 2013
Nota final: Sofía nos contó que su tío
abuelo, cada vez que llegaba a la casa, le decía en el oído: “Óyeme bien,
Sofía, yo no soy Iván, soy Superman, pero no se lo digas a nadie, OK?”.