Hay
aniversarios que son como latigazos, duelen, arden, retumban en la mente, en el
cuerpo. A pesar de que las cosas a nuestro alrededor se mueven como en un
torbellino, no podemos olvidarnos de esos hitos, no podemos dejar que pasen por
debajo de la mesa.
Esta
semana se cumplen tres años del encarcelamiento de la jueza María Lourdes Afiuni,
ocurrido el 10 de diciembre de 2009. Este nuevo aniversario viene con el
agravante de la entrevista publicada en el libro del periodista Francisco
Olivares, donde la jueza denuncia que fue violada mientras estaba presa en las
instalaciones del Internado Nacional de Orientación Femenina INOF. Según su
relato, a consecuencia de la violación quedó embarazada, pero tuvo un aborto en
la cárcel. Esta situación aparentemente fue notificada en un informe entregado
directamente al presidente de la república, por una parte y a la ONU, por otra,
pero no sucedió más nada.
Desde
que el asunto salió a la luz pública hace unas semanas, el debate se ha planteado
en torno a si es necesario que ella haga la denuncia o no ante la Fiscalía; se
ha hablado de acusarla por difamación, se le critica por no haberlo notificado
en el momento. El verdadero problema, sin embargo, es que si lo sucedido fue
real, es necesario identificar y castigar a los culpables, además de tomar
acciones para que este tipo de situaciones no sigan ocurriendo.
Puedo
entender perfectamente sus razones para haber guardado silencio tanto tiempo: lo
allí descrito era tan grave, tan dañino, que no podía volver a nombrarse. Más
aún, atreverse a hablar estando todavía en manos del victimario, saber que éste
puede volver a hacer daño en cualquier momento, saberse cada vez más
vulnerable, sin posibilidades de salir, o de un juicio imparcial, es un estado
de absoluta fragilidad. Una verdadera tortura. No puedo volcar en el papel las
ganas de vomitar, el rechazo, la frustración, el horror al imaginarme la
situación palmo a palmo. Recordé cuando le iban a hacer unos exámenes
ginecológicos hace poco más de un año y los guardias querían quedarse en el
consultorio, como si fuera un espectáculo gratis, como si ella fuese un animal,
una vaca a quien llevan al veterinario, un caballo al que hay que cambiarle la
herradura.
Lo
sucedido con la jueza Afiuni revela una vez más la total impunidad del delito
en Venezuela, la arbitrariedad del sistema judicial, donde los presos no están
en manos del Estado, sino de otros delincuentes. Ojalá que su denuncia sirva para
cambiar en algo ese entorno y que no pase lo que en la mayoría de los juicios
por violación: la víctima aparece como culpable por usar falda corta o por ser
bonita, en este caso por ser jueza dentro de una cárcel de mujeres, por estar
condenada sin juicio, por haber sido acusada por el poder máximo y llevada a
prisión sin el debido proceso.
Hoy
escribo para expresar mi solidaridad con las mujeres y hombres que sufren
maltratos en las cárceles, para denunciar, mientras podamos, que Venezuela no
es una democracia cualquiera. Escribo sobre todo para unirme en apoyo a María
Lourdes Afiuni, quien merece todo nuestro respeto y admiración.
Caracas,
10 de diciembre de 2012