Ayer se murió Fernandó. Nuestro
Fernandó. El que nos hacía paellas y asopados, pato al vidrio y rosbif con
salsa fernandaise, como le decía él a
su béarnaise especial; el que se
tomaba unos tragos y cantaba el sultán del imperio marroquí, o las canciones republicanas
de la guerra civil, esa que parecía que hubiera vivido, porque era español,
aunque en el fondo de su alma era francés, y venezolano, y quizá un ciudadano
del mundo que soñaba, ese mundo ideal por el que se hizo anarquista,
socialista, luchador militante en su juventud y en su madurez.
No soy yo quien puede escribir
los detalles de su vida, mis otros amigos conocen mejor sus peripecias en la
física de sólidos, sus estudios políticos, sus borracheras románticas. Para mí,
él era primero amigo de mis padres, era de su generación, pero a lo largo de
los años nos hemos amalgamado todos en una misma generación, unos más jóvenes
que otros, vamos por la vida tomados de la mano atravesando las circunstancias,
a veces tristes, a veces alegres, que se nos presentan.
Justo ahorita, el
domingo pasado, el día de su cumpleaños, estábamos planificando cómo iba a ser
la próxima borrachera, dónde estaba claro: allí en la casa de Fernandó, con una
paella o algo más fácil para celebrar. Pero él quiso irse a celebrar con otros
panas, allá seguramente también correrá la caña, estarán Manuel Caballero y
Luis Alvaray, bigotones ambos, esperándolo en una barra junto con su hermano
Joaca, allá también reirá y recordará solo parte de las letras y se le trabará
la lengua cuando cante el sultán, o Les feuilles mortes, cuando
trate de cantar Angélica te llaman a
cualquiera de esos ángeles que le pasarán por un lado, tratando de agarrarle
las nalgas a una nube que se esfuma y él se sonreirá, porque siempre le pasa…
Fernandó querido, tú que siempre
me mandabas comentarios tan certeros sobre mis textos, que me ayudaban a
mejorar, a ver las cosas con ojos más profundos, de más años, de lecturas
diferentes. Me harán falta tus risas y tus guiños, tu insistencia en los dos
besos franceses, tu seriedad en las reuniones políticas y tu sonrisa cuando te
molestábamos porque no reconocías esa incipiente sordera, que ya no era tan incipiente,
pero que tú se la achacabas al tono de voz de Vladimiro, a la forma de hablar
de Ileana, al ruido de la calle. Siempre me buscabas para corroborar tu
historia, porque a ti, mi Gucha, siempre te escucho bien, me decías.
Estamos aquí de nuevo abrazados,
tomados de la mano para despedirte, para no sentir tanto este vacío que nos
dejas.
La Gucha, 9 de septiembre de 2012