En los días de carnaval tuve la
oportunidad de visitar uno de los museos más importantes a nivel internacional:
el Museum of Modern Art, en Nueva York. Ahí vi una escultura que me llamó
poderosamente la atención. Pensé, por lo que representaba, que la había hecho
un venezolano. Era como la parte delantera de un carro chocado, de esos que el
seguro da como pérdida total: el capó doblado, el chasis retorcido, la rejilla
como una lengua afuera. Lo que más me llamó la atención es que estaba pintada
con los colores de la bandera, en el exacto orden amarillo azul y rojo que
aprendimos desde niños. Donde van las estrellas estaba clavado el parachoques
plateado, reluciente como una espada.
Nunca una obra de arte me pareció
tan alegórica. Es como si el artista hubiera entendido nuestro entorno, nuestra
rutina diaria. Me imaginé cada golpe como los que recibimos cada vez que abrimos
el periódico: la contaminación del río Guarapiche en Monagas, las miles de
toneladas de alimentos que otra vez se pudren en Puerto Cabello, la merma en la
producción de la mayoría de las empresas del Estado.
Nuestra retahíla de problemas nos
deja en el alma una huella como la que dejan los golpes: la piel hinchada,
morada, dolor interno. No hay un solo titular que tenga algo positivo, ni en la
prensa ni en nuestro día a día: que el metro se paró en Caño Amarillo y la
gente no va a llegar a tiempo al trabajo, que los obreros de una empresa en
Guayana tienen ya mas de tres semanas encadenados en las puertas reclamando sus
prestaciones, que le dieron un tiro en la cabeza a un cantante, o que mataron a
alguien conocido.
Caminamos por las calles, vemos
un hueco y nos preguntamos si será tan difícil mantener el asfalto medianamente
nivelado, buscamos un medicamento con la certeza que vamos recorrer al menos
cuatro o cinco farmacias antes de conseguirlo, hacemos el mercado pensando de
antemano dónde encontrar lo que no esté en los anaqueles. Buscamos la solución
del problema del día mientras hacemos mentalmente el ejercicio de compararlo
con un estándar interno de lo que debería ser, o mejor aún, lo que pudiera ser.
Por eso esa imagen de
país chocado me impactó tanto. La escultura en cuestión no la hizo un
venezolano, pero representa tan perfectamente lo que vivimos, que sentí la
necesidad de describirla, de compartirla. Porque al ver a mi alrededor me
pregunto si el país todavía puede salvarse, o si ya pasamos a pérdida total.
En cualquier caso, para levantar
al país, vamos a tener que hacer mucho más que latonería y pintura. Vamos a
tener que sacarle golpes a las instituciones, enderezar procedimientos, comprar
equipos nuevos, reconstruir lo que sea posible, entrenar a la gente. Y hay que
estar preparados.
Caracas, 2 de marzo de 2012
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