A las once de la mañana toma la limusina en Riverside Drive, que la conduce, después de varios rodeos, hasta el Dakota Apartment Building. Al llegar, se sube el cuello del abrigo de piel y se cubre la cara con unos lentes de sol amplios, que le tapan los ojos, las cejas y la mitad de los pómulos, antes de salir de la limusina.
Camina rápido para alejar a posibles curiosos, que son cada vez menos. La brisa decembrina sopla calle abajo, llevándose las últimas hojas del otoño. Se para un momento para encender un cigarrillo, y tras la primera bocanada viene el recuerdo. Mañana se cumplen treinta años de su muerte. Todavía hoy repasa mentalmente sus movimientos, los de él, sus conversaciones previas.
Él tendría setenta años recién cumplidos, siete menos que ella. Quién sabe cómo hubiera envejecido, si sería igual de buenmozo o si la piel de las mejillas se le habría caído, flácida, haciendo una papada como la de los pavos de navidad. Gracias al asesino, su imagen quedó congelada, siempre joven, siempre optimista.
Ella, tiene que admitirlo, se ve mejor con los años. En las fotos que todavía le toman, cuando algún paparazzi curioso la logra captar sin gorro y sin lentes, aparece como una máscara a la que los años no tocan ni marchitan. Ella misma siente como si el tiempo no hubiera pasado, como si se hubiera quedado congelada en esa noche de diciembre, cuando oyó los disparos en la puerta de la casa.
Aspira una larga bocanada y deja que le invada la boca, los pulmones, la mente. El día anterior habían peleado. Cada vez lo hacían con más frecuencia. Ella no quería pensar que se enfrentaba a otro “fin de semana perdido”, como cuando se separaron hacía ya varios años, pero él estaba lejano, distraído, y eso la preocupaba. Esa mañana estaban distantes. A las diez tendrían una sesión de fotos para una revista y eso la tenía molesta. Tendría que aguantarse una vez más las descalificaciones directas o veladas: “mejor tú solo” o “ella no hace falta”, que le susurraban los fotógrafos, hombres o mujeres. Fue él quien insistió que ella debía estar también en la portada, y fue tan firme que se negó a posar hasta que la fotógrafa no tuvo más remedio que ceder.
Ella estaba totalmente vestida de negro, y su pelo larguísimo quedaba como una gran manta extendida sobre la cama. Entonces él, sorpresivamente, se desnudó y se acostó encima de ella, acurrucándose como un bebé gigante, guindado como un mono de su cuello, y comenzó a besarla. Su actitud la desconcertó, pero no se atrevía a moverse, no quería echar a perder las fotos. No sabía si él lo hacía para pedirle perdón, para demostrarle una vez más su amor, o sencillamente porque eso fue lo que le provocó en ese momento.
Woman, I can hardly express
My mixed emotions at my thoughtlessness
After all I’m for ever in your debt,
Posaban y al fondo se escuchaba su último disco, que la fotógrafa había solicitado para “entrar en calor” en su trabajo. Cuando sonó Woman, la canción que él le compuso, ella no pudo contener las lágrimas, que comenzaron a rodar por su sien, entre los cabellos. Logró controlarse, mientras lo acariciaba levemente con su mano izquierda, pero la canción se le quedó grabada como una pista indeleble, repitiéndose en su cabeza a lo largo de los años como un eco permanente:
And woman, I will try to express
my inner fillings and thankfulness
For showing me the meaning of success
Ella era una mujer madura, divorciada, que sabía lo que era la angustia y la soledad del artista. Un día lo vio en una fiesta rodeado, como siempre, de cientos de mujeres. Era alto y hermoso. Con un cutis blanco transparente y la nariz más grande que ella hubiese visto. Estaba vivo. Eso fue lo que la cautivó. Estaba vivo y quería seguir viviendo. Hablaba con pasión, movía las manos, sus ojos saltaban de un lado a otro del salón. Él la vio y su mirada siguió de largo, como si no existiera. Después de todo, ella era más bien fea, de pómulos altos y pelo negro lacio que le tapaba la mitad de la cara. Con una minifalda blanca que mostraba unas piernas flacas, sin gracia. Con el cutis lleno de cicatrices viejas de acné juvenil, la nariz ancha, la boca recta. Pero sus ojos, solo sus ojos mostraban su fuego interno.
No fue en esa fiesta que quedaron, ni en la siguiente. A ella le costó entrar en su entorno. Fue cerrando el círculo, entendiendo sus gustos, sus intereses. Tuvo que usar todas sus influencias ─después de todo, ella venía de la aristocracia japonesa─, hasta inventar un concierto en Tokio para poder acercarse.
Woman, I know you understand
The little child inside the man
Please remember my life is in your hands
Y sus miedos, pudo intuir sus miedos. A pesar de la fama, de la gente que lo rodeaba, él le tenía pánico a la soledad. Ella supo meterse por esa grieta para acompañarlo, para darle seguridad, para hacerle creer que su vida estaba en sus manos. Ese era el niño que tenía encima de ella, desnudo, besándola.
Sigue fumando y vuelve la cabeza hacia su casa, hacia la puerta del Dakota donde ocurrió todo esa noche. Su cara cambia: tensa la mandíbula, tiemblan los labios, contrae los párpados conteniendo lágrimas inexistentes, lloradas hace ya demasiado tiempo. Solo queda el gesto, el recuerdo recurrente.
Esa pelea final dentro de la limusina, esa discusión doméstica, quedó suspendida en su cabeza, indeleble. Sus celos le reclamaban que para donde iba, que qué iba a hacer esa noche. Él insistía que era una cena de trabajo, más nada. Pero ya habían pasado por eso. Una cena de trabajo le dijo él que era Susan, una cena de trabajo también había sido ella, al principio.
Woman, please let me explain,
I never meant to cause you sorrow or pain,
La colilla del cigarrillo quemó los guantes. La bota y camina hacia el parque. Por la entrada de Central Park West, un poco más abajo, está Strawberry Fields Memorial. Quiere verlo antes de que se llene de gente. Mañana volverá a agitarse el avispero de periodistas y curiosos sobre su casa, sobre su vida y la de su hijo.
El Memorial tiene siempre flores que rodean la palabra Imagine, haciendo un símbolo de la paz. Sopla una brisa fría, que hace titilar las velas de la noche anterior. Se sienta en los bancos de madera que están al frente, a mirar la lápida de mármol, sencilla, limpia. Allí no están sus cenizas. Ella no quiso funeral, ni tampoco enterrarlo en un sitio público. Las tiene en su cuarto, en un cofre que está encima de la cómoda, frente a la cama. No se atreve a guardarlas, ni a cambiarlas de posición. Tampoco quiere echarlas en el parque, ni en el mar. En el fondo, solo espera.
Porque el tiempo se había detenido esa noche, esa noche en la que ella salió de la limusina pegando un portazo y él quedó un poco más atrás, como indeciso si seguirla. Ella caminó hasta la portería y en la entrada se detuvo a encender un cigarrillo. Quería tranquilizarse, no podía seguir discutiendo, eso solo empeoraría la situación. De repente, escuchó los disparos, uno tras otro, hasta contar cinco. Tardó en reaccionar, en darse cuenta que los disparos eran allí, en la entrada de su casa. Cuando salió logró ver al desconocido que soltaba la pistola mecánicamente y que era maniatado por el portero. Le temblaban las piernas.
John había caído frente a la entrada del estacionamiento. Lo vio en el piso, su sangre empapaba el abrigo y comenzaba a regarse por la acera. Sintió que los brazos se le habían desmayado, trató de de gritar y no le salía la voz. Miró a todas partes, no sabía qué hacer, cómo pedir ayuda. Oyó los gritos de terror de los fanáticos que siempre estaban afuera, los gritos del portero dando instrucciones, el eco de los pasos de la gente en la calle, que llegaba corriendo a ver qué era lo que había pasado. Cuando al fin logró que sus piernas respondieran, fue a arrodillarse a su lado, le tomó la cabeza y le quitó los lentes, le pasó la mano por la cara suavemente y trató de acomodarlo en su regazo. Él trataba de hablar, pero ella le puso un dedo en los labios, le quitó los lentes llenos de sangre y le acarició la cara, repasando sus facciones con el dedo, su nariz grande, su piel blanca y transparente, sus labios pálidos.
En ese momento llegó la policía y dos hombres lo alzaron en peso para llevarlo al hospital. La gente lloraba, alguien la zarandeaba para que reaccionara, pero ella seguía así, impávida, sin moverse de la acera, con las manos heladas llenas de sangre.
So let me tell you, again and again and again
I love you, now and for ever
Lo último que recuerda es a una muchacha que lloraba y gritaba “I love you John”, el mismo grito que a ella se le quedó congelado en la garganta y que desde entonces deja salir en forma de humo todas las mañanas, frente al portal de ese viejo edificio Dakota en la calle 72, en Nueva York.
8 de diciembre 2010
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