Terminé de leer The Brief Wondrous Life of Oscar Wao (La
breve y maravillosa vida de Oscar Wao), de Junot Díaz y me quedé con ese
sabor que dejan los buenos libros –así como el buen café, o ese licor
especial–, que nos hace evocar emociones, sentimientos, y sin darnos cuenta
entramos en ese estado de ánimo que los brasileros describen como saudade.
El libro cuenta una historia de
la diáspora dominicana en el exilio, narrada usando el lenguaje coloquial en
forma extraordinaria: reconocemos de inmediato el inglés que hablan los
latinos, salpicado aquí y allá de frases en español, de estructuras y vuelos de
nuestro idioma que ya no cuentan como errores, sino que forman parte de la voz
narrativa. Oscar, un joven dominicano-americano, gordo, nerd, que nunca encajó en el colegio, que no tenía chicas (¿no es
esa la maldición temprana de todos los nerds?),
que decide ser escritor de novelas de ciencia ficción y se sienta diariamente a
escribir páginas y páginas de su diario, o de la novela de turno, que nadie
quiere leer ni publicar. Su hermana, que quiere ser alguien, que no se conforma
con el destino predeterminado que le depara su raza, su origen, su escolaridad,
se escapa de la casa en busca de fortuna. Su mamá, la inmigrante original, huye
de la Republica Dominicana de Trujillo, una víctima más de sus abusos, de su
odio, de su arbitrariedad y, como cientos de dominicanos, aterriza en el Bronx,
donde trabaja día y noche para mantener a sus hijos que nacen en la tierra
prometida.
La historia de Oscar ocurre en esa
parte de Nueva York que está por detrás de las películas de Hollywood o de
Woody Allen, en la zona latina del eje Nueva York-Nueva Jersey (Bronx,
Washington Heights, Patterson, Union City), donde llegan primero
portorriqueños, cubanos y dominicanos, y luego se puebla de colombianos,
ecuatorianos, peruanos. Esos suburbios son parte de la cultura neoyorkina donde
el inglés no es el idioma universal, sino el inglés “mal hablado”, hablado con
acento latino, italiano, chino, o ruso, con giros de cada país. Junot Díaz nos
recuerda que Nueva York sigue siendo una ciudad en ebullición, una ciudad de
inmigrantes, formada por los tonos y la música del exilio, por la confluencia
de culturas, donde el reto de la sobrevivencia y la promesa de un futuro mejor
se encuentran en un caldo donde se cuece la esperanza de lograr cosas extraordinarias.
Pensar en esas migraciones
masivas me llevó por supuesto a lo nuestro, a esos venezolanos entre los que
están nuestros hermanos, nuestros hijos, nuestros seres queridos que ahora son inmigrantes
alrededor del mundo. Nosotros, que fuimos un país donde la gente llegaba a
quedarse, somos ahora un país que comienza a tener asentamientos en otras
latitudes, que estamos criando a los hijos afuera, que tendremos nietos
alemanes o gringos, españoles o australianos, ciudadanos canadienses, mexicanos,
chilenos o franceses. La comunidad de venezolanos en el exilio ha comenzado a
crecer y con ello la exportación de nuestras costumbres, la forma de comer y de
condimentar, las risas y el humor, las expresiones y las malas palabras, la manera
que tenemos de interpretar al mundo y de relacionarnos con la sociedad. Vamos a
México, tierra de la harina de maíz, y conseguimos un anaquel completo de
Harina Pan, vamos a Madrid y en cualquier bar hay ron venezolano, recorremos
Londres o Chicago y conseguimos aunque sea una taguara donde hacen comida
venezolana, junto a tapas mexicanas o colombianas.
La semana pasada asistí a una de
las asambleas de venezolanos que se están organizando en el exterior. Me llamó
la atención la juventud de los asistentes, su necesidad de seguir vinculados,
atentos a lo que pasa, deseosos de que el país pueda cambiar. Esa necesidad de
mantener el vínculo es quizá común a todos los exiliados, ser venezolano, o chileno,
o portugués o dominicano es lo que nos
da estructura, es lo que nos permite definirnos como personas, al menos al
principio, cuando todavía no sabemos cómo vamos a sobrevivir y necesitamos
aferrarnos a lo nuestro, explorar nuestra historia y de esa manera darle
sentido a ese presente extraño.
Así es como Junot Díaz resucita, a
través de la vida de Oscar Wao, su vínculo con la República Dominicana, suya
aún cuando él es dominicano de segunda generación, de la que se crió afuera,
que pudiera pasar la página y olvidar sus raíces. Su historia es una historia
de búsqueda del origen, de las razones del destierro, es aprender de la infamia
del tirano y la promesa del presente, es tratar de mezclar todo en una paleta
de colores con la que dibujar otro futuro.
En nuestro caso ese otro futuro comienza
el próximo domingo. La comunidad de venezolanos en el exterior es parte de la
Venezuela nueva, es la que crece y se educa afuera, la que aprende a negociar
diferencias al convivir en otras culturas, la que aprende a hacer más con menos
recursos y a valorar las cosas sencillas, la que aprende que ser venezolano no
es solo comer arepas: hace falta trabajar duro para lograr las metas. El reto es
ir a votar donde quiera que estemos inscritos, buscar otros votos que estén
indecisos y contribuir a que también vayan, hacer escuchar las voces del exilio
y unirlas a este país roto y fragmentado que tenemos, seguros de que estaremos ejerciendo
el derecho a soñar algo mejor para todos.
# yosoyvenezolana
9 de abril de 2013
Gucha,allá tu que hablas de nietos, la hija mía apenas tiene 11 años...jejeje ¡ Salud !
ResponderEliminarjajaja, cosas veredes!
Eliminar