Hace rato que apagué la
televisión y todavía tengo en la retina la imagen del Presidente sentado en un
despacho flanqueado por dos banderas, la de Venezuela y la de Cuba. Como en los
sueños, veo que mueve la boca sin poder escuchar qué es lo que dice, como si
estuviera debajo del agua.
Prendo otra vez el aparato y
todavía está el presidente hablando, subo el volumen pero no oigo nada, siento
que me falta el aire, las manos me comienzan a sudar, me acerco pero no, no
escucho lo que dice, no puedo entenderlo ni siquiera a esa distancia. Parece un
muñeco, alguien le mueve los brazos, manotea, luego se queda tranquilo. Respiro,
trato de concentrarme y lo veo boquear, mueve los labios cada vez mas lento,
pero ninguna de las palabras se parece a lo que conozco, a ningún idioma o
vocabulario.
Entra otro hombre, creo que es de
Colombia, le sonríe a las cámaras y se sienta de espaldas; después de un rato
se vuelve a parar y nos anuncia, como si fuera un comercial, que la semana que
viene tendremos a nuestro presidente de regreso, se cepilla los dientes con una
pasta blanca que dura doce horas y nos muestra una sonrisa nueva, reluciente.
Luego se va caminando hacia atrás mientras saluda a su mamá, y nos dice que
todo está bien.
La sangre me late en las sienes, siento
la cabeza pesada, trato de hablar, de llamar a alguien y a mí tampoco me sale
la voz. Cierro los ojos y sigo viendo las banderas: la nuestra tricolor, las
rayas y la estrella inconfundible de la bandera cubana.
La mano blanca de uñas rojas y
largas de mi abuela María Teresa me zarandea hasta que me despierta: “-Niña,
vaya busque papel de aluminio, que la radio no se oye.” Salgo corriendo a la
cocina y se lo pido a mi bisabuela; ella, con parsimonia, camina hasta el estante
donde guarda la caja con pedazos doblados y alisados, listos para volver a usarlos
en momentos como ese. “-El papeeeel” grita María y yo vuelo por el corredor
hasta su cuarto. Logra hacer un rollo para alargar la antena y se sientan mi
papá, mi tío Fucho y ella, en su cama, mientras que yo me voy al banquito de la
peinadora y me pongo a jugar con las pinturas de labios, invisible como nos
hacemos los niños cuando los adultos están concentrados en cosas de adultos.
Se oye un pito agudo y mucho
ruido, mueve el dial y sintoniza una voz que recita un discurso: el hombre
pronuncia unas frases que suben hasta llegar a un agudo máximo, la gente
aplaude, luego baja dos, tres tonos, explicando cosas que no entiendo. Es
Fidel, shhhh, dice algo importante, habla y habla, mi tío y mi papá intercalan
comentarios mientras María los manda a callar: ¡…el imperio nos obliga… fusilaremos a los gusanos… traidores…
venceremos!!! Aplausos. Los adultos discuten mientras yo me pinto la boca con
el color más fuerte y me veo en el espejo.
Suena el himno de Radio Habana
Cuba, el mismo que sonaba en esa casa de La Pastora hace más de cuarenta años.
Abro los ojos. No sé dónde estoy. Al fondo, en la televisión suena algo
conocido, creo que es el himno de Venezuela. Ahora se ve el presidente firme
entre dos banderas, parece que se monta en un avión, parece que regresa.
Caracas (o La Habana, ya no sé…)
18 de marzo de 2012
Excelente post Gucha!!!!! Me encantó tu manera de sumergirnos en el tema a través de una vivencia muy personal.
ResponderEliminarGracias por compartir estos textos en tu blog ¡colega bloguera!!!!
Un abrazo especial,
LuisaE
Gracias Luisa Elena!
EliminarA veces cuando leo encuentro frases que me hubiera gustado crear. "...invisible como nos hacemos los niños cuando los adultos están concentrados en cosas de adultos."
ResponderEliminarMe fascinó este cuento! Uff!!!
Gracias a tí por tus palabras :-)
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