No me puedo imaginar el valle de Caracas como me lo cuentan, con una calina espesa que apenas deja respirar, con treinta y seis grados de temperatura, con un incendio que se apaga y otro que comienza en algún rincón del Ávila. Busco en mi archivo y consigo la foto mejor, esa que muestra la montaña verde, el cielo azul, algunas nubes adornando para que no parezca una postal, para darle un aire real, de ciudad de verdad.
Pero también son verdaderos los incendios, las invasiones, las talas. Para comprobarlo, basta asomarse al balcón y ver como crecen los ranchos en su falda. Basta con sentir el humo en la cara, el calor pegajoso, como si estuviéramos en otro lugar que no es este valle. Basta con leer la crónica de la invasión a la finca de los Quintero en Caruao, al otro lado de la montaña, un ejemplo que nos llena de tristeza.
La calina se cuela en el ánimo caraqueño, se adhiere a la piel, embota el pensamiento. Hace que se peleen rojos con rojos, azules con azules. Que peleen precisamente los que no deben pelear, no ahora. No podemos dejar que el humo no nos deje ver el horizonte. Pudiera pasar que esta sea la peor sequía en décadas. Pero hay que tomar medidas para dejarla atrás. Hay que dejar viejas rencillas, buscar nuevos caminos. Si no lo hacemos, estaremos construyendo un infierno permanente.
11 de marzo de 2010
viernes, 12 de marzo de 2010
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